martes, 1 de diciembre de 2015

Consagrado para la Misión


¿Quién soy, de dónde vengo, adónde voy?

Quiero terminar esta reflexión sobre la vida consagrada con mi propio testimonio de sacerdote religioso consagrado para la Misión.

Soy natural de Loriga, un pueblo del concejo de Seia, en la Sierra de la Estrella (Portugal). Llevo 30 años al servicio de la Misión en varios países: Etiopía, España, Inglaterra, Canadá, Estados Unidos y ahora en Portugal.

Dado que a los 6 años ya deseaba ser lo que hoy soy, me resulta difícil ayudar a jóvenes adultos de 20 y más años en el discernimiento de su vocación; y también me cuesta entender cómo tantos sacerdotes abandonan los Institutos Misioneros Ad Gentes para ser sacerdotes diocesanos. Dejan de ser pescadores de hombres, como Jesús quería que fueran sus discípulos, para convertirse en pastores de un rebaño cada vez más escaso.

Es cierto que la razón que me llevó a elegir esta vida no es la misma por la que me mantengo en ella. Mi vocación surgió un día en que un misionero visitó mi escuela y habló de sus aventuras en África con tanto entusiasmo que despertó en mi corazón de niño el deseo de algún día llegar a ser aventurero como él. Más tarde, claro está, descubrí que el gusto por la aventura fue solo el anzuelo que Dios utilizó para atraer, para Él, mi corazón de niño. Fui atrapado por Dios como un pez para, más adelante, transformarme, como los apóstoles, en pescador de hombres.

Los sueños de niño son inquebrantables; de tal forma estaba yo decidido en esta resolución que llegué a plantarle cara a mi párroco, que quería enviarme al seminario diocesano. No era el sacerdocio lo que más me atraía en ese momento, ni ahora, sino la vida misionera. Después de intentos fallidos de entrar en los Misioneros del Verbo Divino en Tortosendo y en los Combonianos de Viseu, ingresé en los Misioneros de la Consolata, en Vila Nova de Poiares, por sugerencia de mi mismo párroco, que ante mi insistencia dio su brazo a torcer.

"Dejar la vida repartida en pedazos por el mundo"
Dentro de la misma Iglesia existe una iglesia orante y una militante; siguiendo estas líneas, la Vida Consagrada en la Iglesia se divide en dos grandes vertientes: activa y contemplativa. Variando los carismas, la vida contemplativa, basada fundamentalmente en la regla de San Benito, “Ora et Labora”, es una vida completamente dedicada a la oración y a la contemplación del misterio de Dios.

Hoy en día, esta manera de vivir es muy cuestionada por el frenesí de los tiempos modernos, en los cuales la vida humana parece justificarse por las obras, por lo que una persona hace. Ante este escenario activista, la vida contemplativa nos recuerda que es más importante el ser que el tener y el hacer. Por más años que vivamos en este mundo haciendo cosas, más serán los años en que viviremos contemplando a Dios en su reino; y si es así, ¿por qué no empezar ya ahora?

Dentro de la vida activa, los religiosos se dedican, según su carisma, a mil y una actividades en el ámbito de la educación, de la salud física y mental, de la promoción humana, etc. Mi carisma, digo con orgullo citando a mi fundador el Beato José Allamano, es la vocación más perfecta de la Iglesia: la Misión; es, de hecho, la misma razón por la cual y para la cual la Iglesia existe: llevar el evangelio a toda criatura; llevar a Cristo a todos los pueblos o bien llevar a todos los pueblos a Su conocimiento.

Hay quienes viven toda su vida en el mismo lugar, conviviendo con las mismas personas, haciendo siempre lo mismo. En Portugal hay párrocos que están al servicio de la misma comunidad desde hace más de 50 años. En cuanto a mí, pronto me di cuenta de que mi vida no sería vivida de esa manera. De hecho, desde los 10 años, cuando ingresé en el Instituto, nunca estuve más de 3 o 4 años en el mismo sitio.

Veo mi vida como un rompecabezas de piezas dispersas en lugares tan lejanos como dispares, con personas de varias etnias, lenguas, pueblos y naciones; cuando esta llegue a su fin y todas las piezas estén reunidas y colocadas en su lugar, espero que, en su conjunto, formen una imagen que agrade a Dios. El misionero es una persona sin hogar ni destino fijo, un peregrino siempre en camino, a quien el anochecer no le encuentra donde le dejó el amanecer, como dice Khalil Gibran en su libro El Profeta.

Ser consagrado significa ser apartado, reservado para un servicio extraordinario que requiere, por parte del candidato, dejar de lado lo que configura y da forma a la vida de la mayoría de las personas. Los votos de pobreza, castidad y obediencia son comunes a todos los consagrados; el consagrado no posee bienes materiales para dedicarse exclusivamente al cultivo de bienes espirituales; ama de forma universal con un amor que no excluye a nadie, por lo que su abrazo es amplio; no busca poder, ni privilegios, ni fama ni renombre; se somete al plan que Dios tiene para él, obedeciéndole a través de los superiores y de los signos de los tiempos.

El consagrado para la misión todavía escucha en su interior aquellas palabras del Maestro: "Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura". Como las torres de TV, el misionero amplía la señal, en este caso, la señal de la fe, que se va transmitiendo de generación en generación, de pueblo en pueblo, de tierra en tierra.

Misionero, ayer, hoy y mañana
Si hubiera sabido a los 6 años lo que sé hoy, pasados 30 años de mi ordenación, volvería a elegir la vida misionera. Me veo tan identificado con ella que aquella intuición que tuve a los 6 años y la opción que tomé a los 10 no puede haber sido solo humana; fue un auténtico llamamiento de Dios. Nunca me he sentido gallina de corral, sino águila, que vuela bien alto sin límites de fronteras, idiomas, sin prejuicios contra otros pueblos y sin apego desmedido y paralizante hacia mi familia, mi tierra, mi país y mi cultura.

Recuerdo un día, estando de vacaciones y a punto de volver a Etiopía, mi padre intentaba convencerme de que no debía regresar, que los años que había pasado en Etiopía eran suficientes y que aquí también hacía misión, etc., etc. Mi madre le escuchó y le dijo en tono severo: “Cállate, hombre, que Dios puede castigarte”, y mi padre enseguida se calló. Dios, que ya tiene a mi madre con Él, debe estar muy contento con ella, pues no fue una madre gallina; fue una madre que supo superar el instinto materno, algo que muchos padres de hoy no logran.

Cuántas vocaciones se han perdido para la vida religiosa y para el sacerdocio por causa de padres que se aferran a sus hijos, privándoles de la “libertad de los hijos de Dios”. Muchos de estos padres incluso son católicos y practicantes; siempre me he preguntado con qué cara se presentarán ante Dios cuando hicieron todo lo posible para destruir la vocación a la vida consagrada de sus hijos e hijas.

La misión aún está en su comienzo
Nunca me quedaré sin trabajo; fue el Papa Juan Pablo II quien lo dijo: la misión está comenzando. El mayor de los continentes aún está escasamente evangelizado, por lo que trabajo no faltará. Por otro lado, muchos de los países que antaño fueron cristianos han abandonado la fe y viven en una especie de paganismo moderno, adorando a varios dioses: ya no bautizan a sus hijos ni los envían a catequesis, por lo que un eventual contacto con el evangelio puede considerarse tan primera evangelización como aquella persona que, en la lejana Mongolia, donde prácticamente no hay cristianos, escucha hablar de Cristo por primera vez.

Conclusión - De acuerdo con mi lema, “dejar la vida repartida en pedazos por el mundo”, cuando en el presente miro al pasado y al futuro, veo mi vida como un rompecabezas de piezas dispersas en lugares tan lejanos como dispares y con personas de varias etnias, lenguas, pueblos y naciones; cuando esta llegue a su fin y todas las piezas estén reunidas y colocadas en su lugar, espero que, en su conjunto, formen una imagen que agrade a Dios.

P. Jorge Amaro, IMC


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