lunes, 1 de diciembre de 2025

La Asunción

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En el cuarto Misterio Glorioso contemplamos la Asunción de María al Cielo en cuerpo y alma.


La Iglesia cree que la Virgen Inmaculada, preservada de toda mancha del pecado original, al terminar el curso de su vida terrena, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial. La Asunción afirma que el cuerpo de María fue glorificado tras su muerte, una glorificación anticipada por un privilegio especial. La Asunción de María es una participación singular en la resurrección de su Hijo.

Comentario de San Teodoro el Estudita
"Esta purísima paloma, aunque voló al cielo, no deja de proteger esta tierra."

Meditación 1 
El 1 de noviembre de 1950, el Papa Pío XII declaró dogma de fe la Asunción de María al Cielo en cuerpo y alma. Es simplemente una conclusión lógica: el cuerpo que dio a luz a Jesús, lo tuvo en sus brazos y lo alimentó con sus pechos, creado por Dios sin mancha de pecado, no podía corromperse en el sepulcro. María fue llevada al Cielo para participar de la gloria de su Hijo.

María cumple así lo que San Ireneo dijo: "Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios." Se realiza el sueño de Eva, que deseaba ser como Dios; María alcanzó ser como Dios, al ser la madre de Dios. Por su obediencia, el ser íntimo de la familia de Dios está abierto a todos nosotros. Como dijo Jesús: "Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen."

María, la mujer llena de gracia, concebida sin pecado, mantuvo una relación privilegiada con las tres Personas de la Santísima Trinidad, por la fidelidad de su amor y el cumplimiento pleno de la voluntad de Dios. Ella es madre de la Iglesia y expresión de una nueva humanidad, que acoge el Evangelio de Cristo y lo sigue en el camino de las bienaventuranzas.

Meditación 2 
Ya sea la Dormición o la Asunción, María va al lado de su Hijo, pues siempre estuvo a su lado. También nosotros, como ella, seremos recibidos en el Cielo, donde Jesús, su Hijo, nos ha preparado un lugar. "Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti", decía San Agustín.

Nuestro corazón pertenece a Dios, pues por Él fue creado. Cuando amamos a las criaturas más que al Creador, pervertimos nuestra naturaleza divina. Es como poner diésel en un coche de gasolina. Cuando llenamos nuestro corazón de bienes materiales, se transforma en un pozo sin fondo. El amor humano nunca podrá llenarlo por completo; solo Dios puede. Como decía Santa Teresa de Ávila: "Solo Dios basta."

En la Asunción de María intuimos la glorificación que espera a todo el Universo al final de los tiempos, cuando «Dios será todo en todos» (1 Cor 15, 28). María es el símbolo de la parte de la Humanidad ya redimida, figura de la "tierra prometida" a la que estamos llamados.

Por tanto, ya que hemos resucitado con Cristo, busquemos las cosas de arriba, donde Cristo está, sentado a la derecha de Dios (Col 3, 1). Somos de Cristo. No hay gloria tan alta en la tierra, ni la habrá. Como Él, tenemos la victoria garantizada. Somos de Cristo hasta la muerte, como dice un cántico popular.

Oración
Santa María, Madre de Dios, 
hoy te contemplamos elevada al Cielo en cuerpo y alma, 
participando de la gloria de tu Hijo, Jesucristo. 
Tú, que fuiste concebida sin mancha de pecado, 
enséñanos la pureza de corazón y la fidelidad a la voluntad de Dios, 
para que, como Tú, seamos signos vivos del amor y la gracia divinos.

Oh Madre de la Iglesia, 
intercede por nosotros ante tu Hijo, 
para que podamos vivir con la misma fe inquebrantable, 
la misma esperanza confiada y el mismo amor generoso 
que demostraste durante toda tu vida. 
Que en las dificultades y pruebas encontremos en Ti 
un ejemplo de entrega total y obediencia a Dios.

Tú, que fuiste asumida al Cielo, 
ayúdanos a caminar siempre hacia las cosas de lo alto, 
donde Cristo nos espera, preparándonos un lugar junto a Él. 
Guía nuestros corazones hacia su amor eterno, 
y llénanos de esperanza en la vida futura que Él nos prometió.

Oh Virgen Asunta, 
reza por nosotros, pecadores, 
para que un día también podamos participar de la gloria celestial 
y vivir eternamente en la presencia de Dios. 
Sostennos en cada paso de nuestro camino y, 
con tu ejemplo de humildad y santidad, 
condúcenos al Reino de tu Hijo. Amén.

P. Jorge Amaro, IIMC

sábado, 22 de noviembre de 2025

Fátima: ¿Segredo o Profecía?

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«Cuando veis que una nube se levanta por el poniente, decís en seguida: ‘Va a llover’, y así sucede. Y cuando sopla el viento del sur, decís: ‘Hará calor’, y así ocurre. ¡Hipócritas! Sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo; ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente?»   — Lucas 12, 54-56

¿Secreto o profecía?
Los pastorcitos de Fátima, incultos como eran, no conocían el concepto de profecía. Por eso, denominaron “secreto” a lo que la Señora les comunicó acerca del futuro, así como a las dos visiones que tuvieron durante la aparición del 13 de julio de 1917. Por tanto, lo que popularmente se conoce como “el secreto de Fátima” debe entenderse, en realidad, como la Profecía de Fátima. En este sentido, el entonces cardenal Joseph Ratzinger se refirió a Fátima como la más profética de las apariciones modernas.

Profecía y signos de los tiempos
Según el evangelio de Lucas, citado más arriba, los profetas eran personas que sabían leer los signos de los tiempos, es decir, sabían ver el presente como impregnado de un futuro que ya se anunciaba aquí y ahora. Una cosa es ver, y otra muy distinta es interpretar y descubrir señales del futuro incrustadas en el presente.

Por ejemplo, durante siglos mucha gente vio cómo el vapor de una olla hirviendo hacía saltar la tapa, sin sacar mayores conclusiones de ello. Sin embargo, James Watt miró más allá de ese hecho aparentemente trivial, y al intentar aprovechar la fuerza del vapor, construyó la máquina de vapor: la primera gran máquina de la historia de la humanidad.

La profecía vincula el presente con el futuro, en el sentido de que el futuro ya da señales de sí mismo en el ahora, bajo la forma de signos que sólo perciben aquellos cuya mente está despierta: los que miran el mundo con ojos que ven más allá de lo evidente, y que viven en constante contacto con el Señor del Tiempo: presente, pasado y futuro, que es Dios.

Y la profecía vincula el futuro con el presente, en el sentido de que el futuro no está fijado de manera irreversible, sino que es interactivo y puede ser transformado. De hecho, el propósito de la profecía en la Biblia es advertirnos sobre un futuro que todavía estamos a tiempo de evitar, pues tenemos libertad y responsabilidad para escribir la historia de otra manera. El futuro no es como un tren desbocado sin frenos que no se puede detener, sino como un caballo al galope perfectamente domado, cuyas riendas están en nuestras manos.

Historia del secreto
“El secreto de la Señora”, como lo llamaban los niños, consta de tres partes claramente diferenciadas:
 La primera, una visión del infierno;
 La segunda, un discurso sobre el ateísmo militante de Rusia;
 La tercera, una visión simbólica del sufrimiento causado por ese mismo ateísmo durante el siglo XX.

El secreto — o profecía— está compuesto por dos visiones (primera y tercera parte) y un discurso intermedio de la Virgen (segunda parte). Fue comunicado a los tres pastorcitos el 13 de julio de 1917. Sin embargo, fue redactado literariamente en dos épocas distintas:

La primera y segunda parte el 31 de agosto de 1941;
La tercera el 3 de enero de 1944.

Pasaron, por tanto, 24 y 27 años respectivamente desde que, en 1917, los niños afirmaron por primera vez que guardaban un secreto que no revelarían. Durante los interrogatorios a los que fueron sometidos —impulsados por la curiosidad natural del ser humano— las preguntas sobre el secreto eran las más frecuentes. Primero se les ofreció oro, plata y dinero para engañarlos y hacerlos hablar; al no ceder, siguieron las amenazas de muerte y la tortura psicológica en la prisión de Ourém. Los niños jamás cedieron.

1ª Parte: La visión del infierno
«Nuestra Señora nos mostró un gran mar de fuego que parecía estar debajo de la tierra. Sumidos en ese fuego, los demonios y las almas —como si fueran brasas transparentes y negras o de color bronce— con forma humana, flotaban en el incendio, arrastradas por las llamas que brotaban de ellas mismas, junto con nubes de humo, cayendo hacia todos lados, como las chispas en un gran fuego, sin peso ni equilibrio, entre gritos y gemidos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de pavor».

“Los demonios se distinguían por formas horribles y repugnantes de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes y negros. Esta visión duró un instante, y fue gracias a nuestra buena Madre del Cielo —que antes nos había prometido llevarnos al Cielo— que no morimos de susto y terror».

La existencia del infierno es un dato incontestable de nuestra fe. Si arrancáramos de la Biblia todas las páginas en que se menciona el infierno, nos quedaría, sin duda, una Biblia más delgada, pero ya no sería la Palabra de Dios. Hoy abundan los teólogos que niegan su existencia, alegando que el infierno es como el cero en matemáticas: útil para ciertas operaciones, pero vacío de contenido real.

¿Existe o no existe? No lo sabemos ni nos interesa saberlo con certeza empírica. El infierno es, sobre todo, la posibilidad real de no salvarse; el lugar teológico del mal, así como el Cielo lo es del bien.

«En la morada de los muertos, estando atormentado, alzó los ojos y vio de lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno. Entonces gritó: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy sufriendo mucho en estas llamas”.» — Lucas 16, 23-24

La parábola del rico epulón y el pobre Lázaro tiene la misma función pedagógica que la visión del infierno mostrada a los pastorcitos. La Virgen quiso reafirmar que el infierno existe y que es real la posibilidad de condenación. La descripción minuciosa de las almas que caen en él, su sufrimiento entre las llamas, y la presencia de demonios, tenía una intención pedagógica clara: advertir a los que en esta vida no siguen a Cristo como Camino, Verdad y Vida.

«No temáis a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; temed más bien a quien puede hacer perecer en la gehena el alma y el cuerpo.» — Mateo 10, 28

En la Biblia hay dos formas de representar el infierno: como tortura eterna y como muerte eterna. La representación más común es la segunda: la muerte eterna, es decir, el regreso a la nada de quien no fue nada, no hizo nada, ni sirvió a nadie. El que no creyó en Dios ni en la vida eterna, sino que vivió como si nada existiera después de la muerte.

Es impensable que el Padre de Nuestro Señor Jesucristo condene a una eternidad de sufrimiento a alguien que, aunque haya vivido en pecado, lo haya hecho durante un tiempo limitado. Ni los tribunales humanos son tan desproporcionados. No habría equidad entre el delito y la pena.

Por ello, las pocas veces que la Biblia muestra el infierno como castigo eterno, lo hace con intención pedagógica, sabiendo que los seres humanos temen más el dolor que la muerte. Esa visión sirve de motivación radical para el cambio de vida.

Como visión profética, la del infierno como tortura eterna es más impactante. Los pastorcitos no vieron el infierno tal como es, sino como lo imaginaban, inspirados por las predicaciones de la época en que el infierno era tema frecuente y descrito con gran dramatismo.

2ª Parte: La Segunda Guerra Mundial y el ateísmo militante de Rusia
«Habéis visto el infierno, a donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas, Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que os digo, muchas almas se salvarán y habrá paz. La guerra está por terminar, pero si no dejan de ofender a Dios, durante el pontificado de Pío XI comenzará otra aún peor.

Cuando veáis una noche iluminada por una luz desconocida, sabed que es el gran signo que Dios os da de que va a castigar al mundo por sus crímenes, mediante la guerra, el hambre y la persecución a la Iglesia y al Santo Padre.

Para impedirlo, vendré a pedir la consagración de Rusia a mi Inmaculado Corazón y la comunión reparadora de los primeros sábados.

Si se escuchan mis peticiones, Rusia se convertirá y habrá paz. Si no, difundirá sus errores por el mundo, provocando guerras y persecuciones a la Iglesia; los buenos serán martirizados, el Santo Padre tendrá mucho que sufrir, varias naciones serán aniquiladas. Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará. El Santo Padre me consagrará Rusia, que se convertirá, y será concedido al mundo un tiempo de paz.»

La Virgen propone la devoción a su Inmaculado Corazón como antídoto contra el mal, tanto a nivel individual como colectivo. Si la salvación es la visión real de Dios —que supera incluso la visión beatífica— esta devoción no es sino eco del Evangelio según san Mateo 5, 8:

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios». Un corazón purificado del mal está listo para comprometerse incondicional y plenamente, como lo hizo María: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lucas1, 38).

El corazón es el motor de la acción humana, donde los pensamientos se transforman en obras. Cuando el corazón pertenece a Cristo, tarde o temprano se puede decir con san Pablo:     «Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gálatas 2, 20).

Conclusión - Desconociendo el concepto de profecía, los pastorcitos de Fátima llamaron “secreto” a lo que la Iglesia ha comprendido como una verdadera profecía, en el más genuino sentido bíblico. Así lo expresó el entonces Cardenal Joseph Ratzinger, al afirmar que Fátima es la más profética de todas las apariciones modernas.

P. Jorge Amaro, IMC

sábado, 15 de noviembre de 2025

La Venida del Espíritu Santo

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En el Tercer Misterio Glorioso contemplamos la venida del Espíritu Santo.


De los Hechos de los Apóstoles (1, 14; 2, 1-4)
"Todos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres, con María, la madre de Jesús, y con sus hermanos. (...) Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, vino del cielo un ruido, como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa donde se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía que se expresaran."

Comentario de San Basilio
"El Espíritu derrama en nosotros una fuerza que da vida, haciendo que nuestras almas pasen de la muerte a la vida plena. Esto es lo que significa nacer de nuevo del agua y del Espíritu."

Meditación 1
Después de la Ascensión, los discípulos que habían acompañado a Jesús al Monte de los Olivos regresaron a la ciudad, al cenáculo, donde se había instituido la Eucaristía. Allí permanecieron en oración con María, esperando la venida del Espíritu Santo. Esta es la Iglesia en embrión, el cuerpo de Cristo herido por la muerte de su Señor, un cuerpo casi sin vida, aún demasiado débil para enfrentar el mundo y sus dificultades. Un cuerpo vulnerable...

El Espíritu Santo vino a darles vida. Él es el alma del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia. El Espíritu Santo es el alma de este nuevo Cuerpo, esta nueva presencia de Jesús entre nosotros. Por ello, creemos en la Iglesia Santa, porque Santo es Cristo, que la fundó, y Santo es el Espíritu Santo, que la guía, anima y gobierna.

La Iglesia fue concebida en el cenáculo durante la Última Cena del Señor, como la comunidad que celebra la memoria de su Señor, la Eucaristía. Sin embargo, la Iglesia nació verdaderamente cuando el Espíritu Santo se unió a este cuerpo ya existente, convirtiéndose en el alma que anima al Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia.

Sin el Espíritu Santo, la Iglesia habría dejado de existir hace mucho tiempo. Ha enfrentado revoluciones, crisis y corrientes de pensamiento a lo largo de 2000 años. El hecho de que mil millones de personas estén unidas en la fe es un milagro, que solo puede explicarse por ser el Cuerpo de Cristo, sostenido por la presencia viva del Espíritu Santo como el alma de este Cuerpo.

Meditación 2
Contemplamos la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos con la Virgen María en Jerusalén. La venida del Prometido, el Espíritu Santo, el Paráclito: el abogado y defensor. El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre envió en nombre de Jesús, nos enseñaría todas las cosas y nos recordaría todo lo que Él nos había dicho.

Jesús envió al Espíritu Santo para que no quedáramos huérfanos, sino para ser el alma de la Iglesia y el centro de nuestra existencia. Él vino para permanecer con nosotros, para ser Dios en nosotros, que nos inspira, conforta, guía y da coraje para enfrentar el mundo en nuestra misión de evangelización.

Con la venida del Espíritu Santo, la revelación de Dios a los hombres queda completa. Dios Padre es el creador del mundo; Dios Hijo es el redentor del mundo, quien, para salvarlo, se hizo hombre y se encarnó en la historia de la humanidad. Tras completar Su misión y regresar al Padre, Jesús envía al Espíritu Santo, que es la nueva presencia de Dios, ya no en el mundo, sino en cada uno de nosotros.

Dios Padre es Dios sobre nosotros; Dios Hijo, Jesucristo, es el Emanuel, Dios con nosotros; y Dios Espíritu Santo es Dios en nosotros, que habita en nuestro interior. Él nos recuerda en todo momento el Evangelio y nos da la fuerza para encarnarlo y predicarlo a aquellos que aún no lo conocen.

Oración
Divino Espíritu Santo,
ven a nosotros como en aquel día de Pentecostés,
y llena nuestro corazón con Tu presencia.
Así como llenaste de vida y coraje a los apóstoles,
danos también a nosotros la fuerza para ser testigos fieles del Evangelio,
para que podamos llevar la luz de Cristo al mundo.

Espíritu de Dios, que eres el alma de la Iglesia,
renueva en nosotros la fe y el ardor misionero.
Que Tu llama nos purifique,
nos ilumine y nos guíe por el camino de la verdad,
para que seamos siempre instrumentos de Tu amor y de Tu paz.

Tú que habitas en nosotros, inspíranos a seguir los pasos de Jesús
y a vivir de acuerdo con Tu voluntad.
Sé nuestro guía y defensor,
nuestro consuelo en las pruebas y nuestra fortaleza cuando desfallezcamos.
Ayúdanos a encarnar el Evangelio en nuestra vida cotidiana,
y a ser signos vivos de Tu presencia en el mundo.

Divino Espíritu Santo,
llénanos con Tus dones
de sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
Que cada uno de estos dones nos acerque más a Ti
y nos capacite para vivir plenamente la misión que nos has confiado.

Ven, Espíritu Santo,
renueva la faz de la tierra y haz de nosotros instrumentos de Tu gracia.
Que podamos sentir siempre Tu presencia viva en nosotros,
y que nuestra vida sea un reflejo de Tu santidad y de Tu amor. Amén.

P. Jorge Amaro, IMC

sábado, 8 de noviembre de 2025

Fátima: Lucía, la mensajera

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Perfil humano

Lucía de Jesús dos Santos nació el 22 de marzo de 1907, siendo la más pequeña de los siete hijos de António dos Santos, hermano de doña Olimpia, madre de Francisco y Jacinta. Era sana y fuerte, pero no poseía rasgos delicados; más bien era algo rústica. De rostro moreno y redondeado, nariz ligeramente achatada, boca ancha de labios gruesos… El único atractivo físico provenía de sus ojos: grandes, negros y profundamente expresivos.

Pero aquello que le faltaba en belleza exterior, Dios se lo había compensado con creces en hermosura interior. Era una niña muy responsable, a quien desde muy pequeña se le podían confiar toda clase de tareas. Tenía dotes de educadora: entretenía a los más pequeños con juegos y relatos que ella misma contaba, ya fueran de la Biblia, de la vida de los santos o leyendas locales. Organizaba procesiones, cantaba himnos religiosos y enseñaba el catecismo.

En aquella época, la Primera Comunión solo se recibía a los 10 años, pero Lucía la hizo a los 6, ya que poseía una memoria prodigiosa y se sabía el catecismo entero de memoria. Además de su memoria, destacaba por su inteligencia y creatividad, siempre ideando actividades y juegos para divertir a los niños. Por eso no solo Francisco y Jacinta se sentían atraídos por ella, sino todos los pequeños del lugar.

A diferencia de sus primos, Lucía era vivaz, extrovertida, inquieta, una líder natural. Pero esa energía no le impedía ser dulce y cariñosa, como Jacinta. A diario demostraba su afecto, especialmente a su madre: al regresar del campo, la colmaba de abrazos, besos y caricias.

«Lucía era muy divertida», recuerda una compañera suya, Teresa Matias. «Siempre dispuesta a ayudarnos, nos encantaba estar con ella. Además, era muy inteligente, cantaba y bailaba bien y nos enseñaba canciones. Todos le obedecíamos. Pasábamos horas cantando y bailando, ¡hasta que nos olvidábamos de comer!»

Ella misma confiesa en sus Memorias que disfrutaban mucho de los bailes y de las fiestas. El 13 de junio era un día especialmente esperado por Lucía, pues se celebraba con gran entusiasmo en su aldea. Su madre, doña María Rosa, la conocía bien y estaba segura de que no cambiaría una fiesta por nada del mundo. Sin embargo, se equivocó. Las apariciones transformaron a Francisco, a Jacinta... y también a Lucía.

Sufrimiento y firmeza
Francisco y Jacinta ofrecieron su sufrimiento a través de pequeñas penitencias: ayunos, abstinencias, enfermedades. Lucía, en cambio, no necesitaba buscar el sacrificio: el sufrimiento la encontraba a ella cada día. Fue quien más padeció la incredulidad y el rechazo de quienes no creían en las apariciones. Soportó burlas, amenazas, humillaciones... e incluso bofetadas.

El 13 de mayo de 1919, cuando el gobierno intentó impedir la peregrinación a Cova da Iria, Lucía también se dirigía hacia allí. Dos guardias la interceptaron y, en voz alta, uno dijo al otro:
—Aquí hay fosas abiertas. Con una de nuestras espadas le cortamos la cabeza y la dejamos aquí enterrada. Así acabamos con esto de una vez por todas.

Al escuchar estas palabras, pensé que había llegado mi última hora. Pero sentí una paz tan profunda, como si aquello no fuera conmigo. Tras unos instantes de silencio, el otro guardia respondió:
—No, no tenemos autorización para hacer eso.

Lucía sufrió especialmente por la incredulidad de su párroco, de sus hermanas y de su propia madre. Esta última, incluso después de haber sido curada por un favor especial de Nuestra Señora, llegó a decir:
—¡Qué cosa! ¡La Virgen me ha curado y aún así no consigo creer del todo! ¡No sé cómo entender esto!

Lucía y el Eneagrama
Mente, emoción e instinto son los tres filtros a través de los cuales comprendemos la realidad y nos relacionamos con los demás. Todos buscamos una única cosa: seguridad. Los sentimentales la hallan en las relaciones afectivas; los viscerales, en la fuerza de su intuición; los cerebrales, como Lucía, en el conocimiento.

Francisco era un instintivo contemplativo: buscaba el silencio y la naturaleza, y su única relación profunda era con el “Jesús escondido” del sagrario. Jacinta, profundamente emocional, descubrió en el sufrimiento un camino de amor redentor por los pecadores.

Lucía era claramente cerebral. Utilizaba la mente para entender todo lo que ocurría a su alrededor. Por ello, no encaja con el eneatipo 6, pues los seis tienden a la inseguridad y la duda, y Lucía se muestra firme y segura. Aunque dudó brevemente si las apariciones podrían ser del demonio, esa duda no nació en ella, sino que fue sembrada por su párroco, en quien confiaba ciegamente.

Tampoco era un tipo 5, pues, a diferencia de Francisco, no se retiraba del mundo: le encantaba estar rodeada de gente. Era extrovertida, inquisitiva, creativa, llena de vida. Siempre inventando juegos o actividades, nadie mejor que un eneatipo 7 para entretener a los demás.

El 7 es, paradójicamente, el eneatipo que más huye del sufrimiento… y sin embargo, Lucía fue quien más padeció. Los tres fueron ridiculizados, pero mientras Jacinta y Francisco contaban con la protección de su padre en casa y en la calle, Lucía era maltratada en su propio hogar, tachada de embustera y loca. Su madre permitía incluso que le pegaran si con eso “decía la verdad”.

En cuanto a los sacrificios voluntarios, no era tan entusiasta como sus primos. Lucía no era tan sufriente como Jacinta ni tan adoradora como Francisco. Vivía en la relación con los demás, en la alegría, en la creatividad… por eso era tan buena con los niños.

La vidente silenciosa
Lucía, aunque fue la líder del grupo y la principal vidente, no representa inmediatamente un aspecto específico del mensaje de Fátima, como Jacinta (penitencia) o Francisco (adoración). La razón puede estar en que sus primos, sabiendo que iban a morir pronto, vivían ya orientados hacia el Cielo. Anhelaban a Nuestra Señora, que les había prometido llevarlos pronto.

Lucía, en cambio, tenía muchos años por delante. Vivió el mensaje de Fátima como un todo y lo encarnó a lo largo de una larga vida escondida, en el silencio y en la clausura.

Una vida larga en años, breve en acontecimientos
La vida de Francisco y Jacinta fue corta; la de Lucía, larga y solitaria. Separada de sus amigos y abandonada incluso por los suyos, se consolaba repitiendo las palabras de la Virgen:
"¡No tengas miedo! Yo estaré contigo... ¡Siempre! Mi Inmaculado Corazón será tu refugio y el camino que te conducirá a Dios."

Tras la muerte de Jacinta, el 17 de junio de 1921, Lucía fue alejada de Fátima y enviada a un lugar desconocido para el pueblo: el colegio de las Hermanas Doroteas en Oporto. Fue una decisión tomada con su consentimiento y el de su madre, para observarla sin influencias externas y, al mismo tiempo, frenar el fervor popular hacia la única vidente viva.

Tocada por las apariciones, su vida fue larga en años, pero breve en eventos. Del colegio pasó al postulantado de las Doroteas en Pontevedra y después al noviciado en Tuy, que finalizó el 3 de octubre de 1928. Permaneció en España hasta 1946, año en que regresó a Portugal para visitar Fátima y a su familia.

Con la autorización del Papa Pío XII, abandonó la congregación de las Doroteas para cumplir su deseo más profundo: ser carmelita. Ingresó en el Carmelo de Santa Teresa en Coimbra el 25 de marzo de 1948, donde vivió en oración y penitencia hasta su muerte, ocurrida el 13 de febrero de 2005, a los 98 años de edad.

Lucía, la mensajera
Si Francisco fue el contemplativo, el alma orante; si Jacinta, como eneatipo 4, encarnó el drama de la humanidad perdida, ofreciendo su dolor por la conversión de los pecadores… ¿Quién fue Lucía en el mensaje de Fátima?

Lucía fue la comunicadora, la interlocutora directa de la Virgen. Solo ella hablaba con María, preguntaba, respondía, dialogaba. Fue la portavoz del Cielo, la evangelista que años más tarde plasmaría por escrito las palabras y los gestos de Nuestra Señora, así como el modo en que sus primos vivieron la Mensaje. Para la posteridad, ella es la testigo, la depositaria y la custodia viva de Fátima.

Por obediencia al obispo de Leiria, escribió el Secreto de Fátima, que entregó en sobre cerrado al Papa, junto con sus Memorias, donde narra con detalle las apariciones, y también la vida, palabras y obras de sus primos y de ella misma.

Como vidente, fue hasta su muerte la intérprete auténtica del mensaje de Fátima. Así se vio en las múltiples consagraciones del mundo al Inmaculado Corazón de María que los papas —desde Pío XII hasta Juan Pablo II— realizaron, algunas veces sin mencionar a Rusia, otras sin la unión explícita de todos los obispos del mundo.

Lucía, si lo consideraba necesario, no dudaba en afirmar: “Esto no es como Nuestra Señora ha pedido.” Por fin, la consagración realizada por Juan Pablo II el 25 de marzo de 1984, ante la imagen de Fátima y el icono de Kazán en Roma, fue aceptada por Lucía, que declaró: “La consagración fue hecha y fue aceptada.”

Conclusión - Siendo la única vidente con una relación plenamente interactiva con Nuestra Señora, Lucía fue la portavoz del Cielo, la mensajera, la evangelista que plasmó por escrito las palabras y la vida de la Virgen y de sus primos, encarnando el mensaje de Fátima como testigo fiel, custodia silenciosa y voz perenne para la humanidad.

P. Jorge Amaro, IMC

sábado, 1 de noviembre de 2025

Ascensión

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En el segundo Misterio Glorioso contemplamos la Ascensión al Cielo.


Del libro de los Hechos de los Apóstoles (1:8-11):
"(...) cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros, recibiréis una fuerza y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra. Habiendo dicho esto, y mientras miraban, fue levantado, y una nube lo ocultó de sus ojos.

Mientras miraban al cielo, al verlo partir, dos hombres con túnicas blancas se pararon frente a ellos, diciendo: 'Varones de Galilea, ¿por qué miran al cielo? Este Jesús, que fue tomado de vosotros al cielo, vendrá de la misma manera que le habéis visto ascender.'"

Comentario de San Agustín:
"Cristo pagó nuestro rescate cuando fue colgado de la cruz; ahora, sentado en el  cielo, a la diestra de Dios Padre, reúne en torno a él a los que él ha comprado con su sangre".

Meditación 1
Jesús, en su cuerpo glorioso, no ascendió inmediatamente al Padre, como él mismo le dijo a María Magdalena. Permaneció en este mundo durante 40 días, apareciendo a sus discípulos para fortalecer su fe y darles las últimas instrucciones antes de ascender definitivamente al Padre. Les prometió que enviaría al Espíritu Santo y, despidiéndose, ascendió a la diestra del Padre.

Los apóstoles lo vieron partir con tristeza, ya que estaban acostumbrados a su presencia física entre ellos. Sin embargo, esta presencia física no podía continuar. De ahora en adelante, ellos mismos serían la presencia física de Cristo en todo tiempo y lugar. Desde la ascensión de Cristo al cielo, nosotros, la Iglesia, somos el cuerpo físico y místico de Cristo, presente en todo momento, de generación en generación, y en todo lugar.

La Ascensión del Señor es el reverso de la Encarnación: si en la Encarnación, Cristo se despojó de su divinidad para vivir entre nosotros, en la Ascensión vuelve al Padre, pero lleva consigo un "recuerdo" nuestro: las marcas de la crucifixión, que cambió y marcó para siempre a la segunda persona de la Santísima Trinidad. Ha regresado al lugar que siempre ha ocupado, a la derecha del Padre, donde intercede eternamente por nosotros (Hebreos 7:25). Sin embargo, en otra dimensión, permanece con nosotros hasta el fin de los tiempos, como él mismo prometió.

Meditación 2
Nuestro Señor dijo a sus Apóstoles, antes de se alejar de ellos: "Si me amaras, os alegraríais de que voy al Padre". Él también nos repite estas palabras hoy. Si verdaderamente lo amamos, debemos regocijarnos en su glorificación. Nos regocijamos de que, después de cumplir su misión en la tierra, ascienda a la diestra del Padre para ser exaltado sobre todos los cielos en la gloria infinita.

Pero Jesús solo ascendió al cielo para precedernos; Él no se separa de nosotros, ni nos separa de sí mismo. Si Él entra en Su glorioso Reino, es para preparar un lugar para nosotros. Prometió volver un día para llevarnos con él, de modo que, como él dice, "donde yo estoy, vosotros también estáis".

De hecho, ya estamos unidos a Cristo en su gloria y felicidad, por el hecho de ser sus herederos; Pero un día realmente estaremos allí. ¿No se lo pidió Cristo a su Padre? "Padre, quiero que donde yo estoy, también ellos, los que tú me has dado, estén conmigo".

Así como Jesús no ascendió al Cielo sin antes completar su misión en la tierra, nosotros también ascenderemos solo después de cumplir nuestra misión aquí, que es llevar el Evangelio de Jesucristo a todas las criaturas. Podemos regocijarnos, no porque los demonios nos obedezcan, como dijo Jesús, sino porque nuestros nombres están escritos en el cielo.

Oración
Señor Jesús,
Contemplamos Tu gloriosa Ascensión a los cielos,
como los apóstoles, elevamos nuestros ojos en adoración y esperanza.
Tú, que después de cumplir tu misión en la tierra, ascendiste al Padre,
No nos has dejado solos, sino que has prometido estar con nosotros hasta el fin de los tiempos.

Señor, fortalécenos con la misma fe que diste a tus discípulos,
para que podamos ser Tus testigos, llevando Tu Evangelio hasta los confines de la tierra.
Que el Espíritu Santo, a quien prometiste y enviaste, habite en nosotros,
dándonos la fuerza y la sabiduría necesaria para vivir y proclamar Tu Palabra.

Al celebrar Tu glorificación con el Padre,
ayúdanos a recordar que Tu Ascensión también es una promesa para nosotros.
Preparas un lugar para cada uno de nosotros en Tu Reino,
y un día, por Tu misericordia, estaremos Contigo en la gloria eterna.

Señor, guíanos en el cumplimiento de nuestra misión en la tierra,
danos el valor de vivir como tu Cuerpo místico, presente en todo tiempo y lugar.
Que nuestras vidas sean un reflejo de Tu presencia,
y que, al caminar en este mundo, nuestra mirada esté siempre fija en el Cielo,
donde están escritos nuestros nombres. Amén.

P. Jorge Amaro, IMC

miércoles, 22 de octubre de 2025

Fátima: Jacinta, la Reparadora

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Perfil humano
Jacinta de Jesús Marto nació el 11 de marzo de 1910. Como su hermano Francisco, tenía el rostro redondo y unos rasgos perfectamente proporcionados: boca pequeña, labios finos, mentón breve, cuerpo bien equilibrado. «No era, sin embargo, tan robusta como Francisco», nos cuenta su madre.

Era una niña muy presumida: le gustaba vestirse bien, llevar siempre el cabello bien peinado y adornado con flores. Como su prima Lúcia, disfrutaba bailando al son del pífano que tocaba su hermano Francisco. Se divertía mucho jugando, pero, a diferencia de su hermano, no sabía perder; le molestaba profundamente no ganar. Muy centrada en sí misma, era siempre ella quien decidía los juegos y también los castigos, y en esto se mostraba intransigente.

No poseía el espíritu libre e independiente de su prima Lúcia. Por el contrario, era más dependiente, y en ese sentido vivía apoyada en su prima, con quien mantenía una amistad inusual. Nada hacía sin ella; un día sin Lúcia era para Jacinta un día triste, sin sentido.

Moralmente, era irreprochable. Como su hermano, había sido educada para no mentir jamás. Llegó incluso a reprender a su madre cuando esta decía una “mentira piadosa”:
—¿Entonces mamá me mintió? ¿Dijo que iba aquí y fue allá? ¡Mentir está mal!

Cuando no quería decir la verdad, se callaba, y nadie conseguía arrancarle una sola palabra. Una vez, Lúcia, cansada de tantos interrogatorios, se escondió; unos visitantes le preguntaron a Jacinta dónde estaba:
—¿Qué respondiste cuando te preguntaron por mí? —le preguntó luego Lúcia.
—Me callé bien calladita, porque sabía dónde estabas, ¡y mentir es pecado!

El aspecto más destacado y profundo de su personalidad era la sensibilidad. Jacinta era tan delicada que parecía de porcelana. Se emocionaba con facilidad; tenía el corazón en la mano. A los cinco años ya pedía una y otra vez que su prima le contara la Pasión del Señor. «Al escuchar los sufrimientos de Nuestro Divino Redentor», dice Lúcia, «se conmovía profundamente, lloraba con verdadero dolor y decía entre sollozos:

—¡Pobrecito Nuestro Señor! Yo no quiero hacer nunca ningún pecado; no quiero que Jesús sufra más...»

A menudo repetía:
—¡Me gusta tanto decirle a Jesús que lo amo! Cuando se lo repito muchas veces, parece que tengo fuego en el pecho... ¡pero no me quema! (...) Amo tanto a Nuestro Señor y a Nuestra Señora, que nunca me canso de decirles que los quiero.

Poseía un alma refinada, llena de sentimientos delicadísimos, decía su padre. Amaba profundamente a las ovejas y les ponía nombre a cada una: la paloma, la estrella, la mansita, la blanquita... los nombres más tiernos de su vocabulario. Los corderitos blancos eran su delicia.
«Se sentaba con ellos en el regazo —relata Lúcia—, los abrazaba, los besaba, y por la noche los traía en brazos a casa para que no se cansaran, imitando al Buen Pastor que había visto en una estampa que le habían regalado».

Jacinta en el Eneagrama
María se apareció en Fátima a tres niños que representan simbólicamente a toda la humanidad. Una humanidad fragmentada, incompleta, que se relaciona con la realidad y con los demás desde una perspectiva limitada.

Lúcia era, claramente, cerebral: su punto fuerte era la memoria y la inteligencia. Francisco era visceral e instintivo: no se entregaba mucho al pensamiento; vivía desde la percepción y la contemplación; pocas cosas le importaban realmente. Jacinta, en cambio, era puro sentimiento, pura emoción, toda sensibilidad.

¿A qué número correspondería Jacinta en el Eneagrama? No parece ser un tipo 2, pues su personalidad básica muestra un marcado egocentrismo que no se corresponde con el altruismo característico del dos. Tampoco un 3, ya que no persigue el éxito ni actúa con pragmatismo. A mi entender, Jacinta encaja en el tipo 4.

Lúcia, que la conocía como nadie, la describe como muy absorbida en sí misma. De hecho, su proceso de conversión pasa por descentralizarse, por descubrir que el centro de su vida no es ella, sino Él, Jesús, el que sufre y necesita ser reparado. Entonces comprende el Evangelio: «El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga».

Como buena cuatro, Jacinta era sentimental hasta el exceso, dramática y romántica, soñadora, individualista, con un gusto refinado por lo estético, como se evidencia en su relación con los corderitos, imitando al Buen Pastor. Como todo cuatro, evitaba lo vulgar: no jugaba con otras niñas porque las consideraba groseras, decían palabrotas. Detestaba la falta de integridad. En casa prefería la compañía de su pacífico hermano Francisco y evitaba a toda costa la presencia de su hermano mayor, João.

Otra característica del cuatro: el miedo al abandono. Jacinta lo expresó cuando fue arrestada en Ourém, y también al ser enviada sola al hospital de Dona Estefânia, en Lisboa, donde subrayaba con dramatismo su inminente muerte en soledad.

«Le cœur a ses raisons que la raison ne connaît pas» – El corazón tiene razones que la razón no comprende. Tras una conversación con el párroco, a quien Lúcia y su madre respetaban profundamente, Lúcia comenzó a dudar de las apariciones. Tal vez, pensó, todo venía del demonio. Jacinta, sin embargo, que percibía con el corazón, no vaciló y defendió con firmeza la veracidad de las apariciones.

El miedo sembrado en Lúcia fue tan intenso que llegó a tener pesadillas con el demonio arrastrándola al infierno y riéndose de ella. El 13 de julio se negó a ir a Cova da Iria. Sus primos lloraban, rogándole que los acompañara, pues no querían ir solos. Jacinta, conmovida, decía que tenía pena de Nuestra Señora, que se disgustaría. Al llegar el mediodía, hora de la aparición, los miedos de Lúcia se desvanecieron como por milagro y, junto con sus primos, caminó hacia la Cova entre miles de peregrinos.

Jacinta, la reparadora
"Comprendí que el Amor lo encierra todo, que el Amor es mi vocación. En el Corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el Amor... y así lo seré todo." — Santa Teresa del Niño Jesús

"¡Me gusta tanto sufrir por amor a Nuestro Señor y a Nuestra Señora! Ellos aman mucho a quien sufre para convertir a los pecadores." — Jacinta

Si la pequeña Jacinta hubiera conocido a Santa Teresa del Niño Jesús, sin duda se habría identificado profundamente con ella.

Hemos dicho que cada uno de los pastorcitos encarna en su vida y en su camino de conversión un aspecto de la Mensaje de Fátima. Si Francisco representa el amor por la oración y la consolación del Señor, pasando largas horas en su compañía, Jacinta representa el corazón de la Mensaje: la reparación amorosa.

De los tres, era quien más empatizaba con los corazones desgarrados de Jesús y María, ofendidos por los ultrajes y pecados de la humanidad. Desde que se dio cuenta de sus corazones heridos, Jacinta se ofreció como bálsamo, como quien quiere restaurarlos con la única "cola" que de verdad une y cura: el Amor.

"Quien se obliga a amar, se obliga a padecer." O como dijo Jesús: "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos." Jacinta comprendió bien esta verdad y por eso aceptaba con alegría todos los sufrimientos que se le presentaban como reparación por el Corazón herido del Señor.

Cuando lloraba en la prisión de Ourém por la ausencia de sus padres, bastaba que sus primos le sugirieran ofrecer ese sufrimiento como sacrificio, y ella enjugaba sus lágrimas con alegría:
—Jesús debe de estar contento conmigo, porque esto me cuesta un poquito...

Cuando ella y Francisco ya estaban postrados en cama, llamó con urgencia a Lúcia:
—Mira, Lúcia —le dijo emocionada—. Nuestra Señora vino a vernos y dijo que pronto vendría a llevar a Francisco al Cielo. Y a mí me preguntó si aún quería convertir más pecadores. Yo le dije que sí. Después decía a Jesús:
—Ahora puedes convertir muchos pecadores, porque ¡estoy sufriendo mucho!

Sólo Dios conoce el dolor que soportó en el hospital de Ourém, donde fue operada sin anestesia. Sólo Él sabe lo que sufrió por la herida abierta en su pecho, que supuraba pus. Y, sin embargo, su cuerpo fue encontrado incorrupto cuando fue exhumado en 1935 para la causa de su beatificación.

Con su muerte en la cruz, Cristo restauró la humanidad y reparó nuestra unión con el Padre. Jacinta, que en su inocencia imitaba al Buen Pastor llevando a cuestas al corderito perdido, acabó imitando también a Cristo Cordero inmolado, ofreciendo su corta vida por la conversión de los pecadores.

En efecto, su vida pública duró apenas tres años tras las apariciones. Murió en soledad, con una herida abierta en el pecho, tal como Jesús. No sólo imitó al Cristo Pastor que da la vida por sus ovejas, sino también al Cordero sacrificado que quita el pecado del mundo, porque esa fue su única motivación: la conversión de los pecadores.

Y parafraseando un soneto del poeta portugués Camões: "Más habría servido ella, si para un amor tan largo, no le hubiera sido dada una vida tan breve." Falleció el 20 de febrero de 1920, con apenas 10 años.

Conclusión - Desde el momento en que comprendió que los Corazones de Jesús y de María estaban desgarrados por los pecados del mundo, Jacinta se ofreció para repararlos con el adhesivo del Amor. El amor es, en efecto, la única cola que puede unir a los seres humanos entre sí y con Dios, y restaurar los corazones heridos y ofendidos.

P. Jorge Amaro, IMC

miércoles, 15 de octubre de 2025

Resurrección de Jesús

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En el Primer Misterio Glorioso contemplamos la Resurrección de Jesús.

Del Evangelio de San Juan (20:1, 11-16):
El primer día de la semana, María Magdalena fue temprano al sepulcro cuando todavía estaba oscuro y vio que la piedra había sido retirada del sepulcro. (...) María estaba llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se dio la vuelta y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. Él le dijo: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?" Ella, creyendo que era el jardinero, le dijo: "Señor, si te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo llevaré." Jesús le dijo: "¡María!" Ella se volvió hacia Él y exclamó en arameo: "¡Rabboni!" (que significa "Maestro").

Comentario de San Efrén
"Gloria a Ti, Jesucristo, que hiciste de Tu cruz un puente sobre la muerte por el cual las almas pueden pasar de la muerte a la vida."

Meditación 1
La Resurrección de Jesús prueba que el mal no tiene la última palabra. La muerte ya no es el fin de la vida sino un paso hacia la vida eterna. Es la Resurrección la que da sentido a toda la existencia; si nuestro fin fuera el mismo que el de todos los seres vivos, la vida humana no tendría sentido, sería una fatiga inútil.

Si Cristo no hubiera resucitado, nuestra existencia sería en vano: las alegrías no serían verdaderas alegrías, y las tristezas serían aún más tristes, desprovistas de esperanza. Seríamos los más miserables de todos los hombres, como dijo San Pablo, pero más aún, los más desgraciados de todos los seres vivos.

A diferencia de los demás seres vivos, los humanos son conscientes de la vida y son libres para orientar su propia vida. Sin la Resurrección, esta autoconsciencia de nuestra condición y destino sería una tortura constante.

En la metamorfosis de algunos animales, como la mariposa, o en los tres estados del agua, donde ésta se vuelve invisible sin dejar de ser agua, la naturaleza nos ofrece ejemplos que nos ayudan a creer que, al igual que en Jesús, nuestro cuerpo material se transformará en un cuerpo espiritual y glorioso semejante al Suyo.

Meditación 2
La Resurrección de Jesucristo es importante por muchas razones. En primer lugar, testimonia el inmenso poder de Dios mismo. Creer en la Resurrección es creer en Dios. Si Dios existe y si creó el universo y tiene poder sobre él, entonces también tiene el poder de resucitar a los muertos. Si no tuviera tal poder, no sería un Dios digno de nuestra fe y adoración. Solo Él, que creó la vida, puede resucitarla después de la muerte. Al resucitar a Jesús de la tumba, Dios nos recuerda Su soberanía absoluta sobre la vida y la muerte.

La Resurrección de Jesucristo valida quién afirmó ser, es decir, el Hijo de Dios y el Mesías. La Resurrección de Jesús fue el "signo del cielo" que autenticó Su ministerio (Mateo 16:1-4). La Resurrección de Jesucristo, atestiguada por cientos de testigos oculares (1 Corintios 15:3-8), proporciona una prueba irrefutable de que Él, y solo Él, es el Salvador del mundo.

La Resurrección de Jesucristo prueba Su carácter sin pecado y Su naturaleza divina. Las Escrituras decían que el "Santo" de Dios nunca vería la corrupción (Salmo 16:10), y Jesús no experimentó corrupción ni siquiera después de Su muerte (Hechos 13:32-37). Fue con base en la Resurrección de Cristo que Pablo predicó: "Por Él os es predicado el perdón de los pecados... En Él todo el que cree es justificado" (Hechos 13:38-39).

Oración
Señor Jesucristo,
contemplamos con gratitud y reverencia Tu gloriosa Resurrección.
Tú que venciste la muerte, nos traes la esperanza de la vida eterna y renuevas nuestra fe.
Fuiste Tú quien, con amor infinito, hiciste de la cruz un puente sobre el abismo de la muerte
para que todos nosotros podamos pasar de la oscuridad del pecado a la luz de la vida.

Señor, ayúdanos a vivir a la luz de Tu Resurrección.
Que el poder de Tu victoria sobre el mal transforme nuestras vidas,
dándonos fuerza para enfrentar las dificultades
con la certeza de que la muerte y el sufrimiento no tienen la última palabra.
Así como María Magdalena reconoció Tu voz en el jardín,
que también nosotros podamos escuchar Tu llamado
cada día y responder con amor y fidelidad.

Señor, concédenos la gracia de vivir con el corazón lleno de Tu paz y alegría,
sabiendo que por Tu Resurrección nuestra vida tiene un propósito eterno.
Ayúdanos a ser testigos vivos de Tu presencia,
llevando esperanza a los que sufren y luz a los que viven en la oscuridad.

Que nuestro cuerpo, un día como el Tuyo, se transforme en un cuerpo glorioso,
y que por Tu misericordia podamos estar Contigo en la plenitud de la vida eterna.
Te alabamos y te agradecemos, Señor, por ser nuestro Redentor,
Aquel que resucitó y vive para siempre. Amén.

P. Jorge Amaro, IMC