Perfil humano
Lucía de Jesús dos Santos nació el 22 de marzo de 1907, siendo la más pequeña de los siete hijos de António dos Santos, hermano de doña Olimpia, madre de Francisco y Jacinta. Era sana y fuerte, pero no poseía rasgos delicados; más bien era algo rústica. De rostro moreno y redondeado, nariz ligeramente achatada, boca ancha de labios gruesos… El único atractivo físico provenía de sus ojos: grandes, negros y profundamente expresivos.
Pero aquello que le faltaba en belleza exterior, Dios se lo había compensado con creces en hermosura interior. Era una niña muy responsable, a quien desde muy pequeña se le podían confiar toda clase de tareas. Tenía dotes de educadora: entretenía a los más pequeños con juegos y relatos que ella misma contaba, ya fueran de la Biblia, de la vida de los santos o leyendas locales. Organizaba procesiones, cantaba himnos religiosos y enseñaba el catecismo.
En aquella época, la Primera Comunión solo se recibía a los 10 años, pero Lucía la hizo a los 6, ya que poseía una memoria prodigiosa y se sabía el catecismo entero de memoria. Además de su memoria, destacaba por su inteligencia y creatividad, siempre ideando actividades y juegos para divertir a los niños. Por eso no solo Francisco y Jacinta se sentían atraídos por ella, sino todos los pequeños del lugar.
A diferencia de sus primos, Lucía era vivaz, extrovertida, inquieta, una líder natural. Pero esa energía no le impedía ser dulce y cariñosa, como Jacinta. A diario demostraba su afecto, especialmente a su madre: al regresar del campo, la colmaba de abrazos, besos y caricias.
«Lucía era muy divertida», recuerda una compañera suya, Teresa Matias. «Siempre dispuesta a ayudarnos, nos encantaba estar con ella. Además, era muy inteligente, cantaba y bailaba bien y nos enseñaba canciones. Todos le obedecíamos. Pasábamos horas cantando y bailando, ¡hasta que nos olvidábamos de comer!»
Ella misma confiesa en sus Memorias que disfrutaban mucho de los bailes y de las fiestas. El 13 de junio era un día especialmente esperado por Lucía, pues se celebraba con gran entusiasmo en su aldea. Su madre, doña María Rosa, la conocía bien y estaba segura de que no cambiaría una fiesta por nada del mundo. Sin embargo, se equivocó. Las apariciones transformaron a Francisco, a Jacinta... y también a Lucía.
Sufrimiento y firmeza
Francisco y Jacinta ofrecieron su sufrimiento a través de pequeñas penitencias: ayunos, abstinencias, enfermedades. Lucía, en cambio, no necesitaba buscar el sacrificio: el sufrimiento la encontraba a ella cada día. Fue quien más padeció la incredulidad y el rechazo de quienes no creían en las apariciones. Soportó burlas, amenazas, humillaciones... e incluso bofetadas.
El 13 de mayo de 1919, cuando el gobierno intentó impedir la peregrinación a Cova da Iria, Lucía también se dirigía hacia allí. Dos guardias la interceptaron y, en voz alta, uno dijo al otro:
—Aquí hay fosas abiertas. Con una de nuestras espadas le cortamos la cabeza y la dejamos aquí enterrada. Así acabamos con esto de una vez por todas.
Al escuchar estas palabras, pensé que había llegado mi última hora. Pero sentí una paz tan profunda, como si aquello no fuera conmigo. Tras unos instantes de silencio, el otro guardia respondió:
—No, no tenemos autorización para hacer eso.
Lucía sufrió especialmente por la incredulidad de su párroco, de sus hermanas y de su propia madre. Esta última, incluso después de haber sido curada por un favor especial de Nuestra Señora, llegó a decir:
—¡Qué cosa! ¡La Virgen me ha curado y aún así no consigo creer del todo! ¡No sé cómo entender esto!
Lucía y el Eneagrama
Mente, emoción e instinto son los tres filtros a través de los cuales comprendemos la realidad y nos relacionamos con los demás. Todos buscamos una única cosa: seguridad. Los sentimentales la hallan en las relaciones afectivas; los viscerales, en la fuerza de su intuición; los cerebrales, como Lucía, en el conocimiento.
Francisco era un instintivo contemplativo: buscaba el silencio y la naturaleza, y su única relación profunda era con el “Jesús escondido” del sagrario. Jacinta, profundamente emocional, descubrió en el sufrimiento un camino de amor redentor por los pecadores.
Lucía era claramente cerebral. Utilizaba la mente para entender todo lo que ocurría a su alrededor. Por ello, no encaja con el eneatipo 6, pues los seis tienden a la inseguridad y la duda, y Lucía se muestra firme y segura. Aunque dudó brevemente si las apariciones podrían ser del demonio, esa duda no nació en ella, sino que fue sembrada por su párroco, en quien confiaba ciegamente.
Tampoco era un tipo 5, pues, a diferencia de Francisco, no se retiraba del mundo: le encantaba estar rodeada de gente. Era extrovertida, inquisitiva, creativa, llena de vida. Siempre inventando juegos o actividades, nadie mejor que un eneatipo 7 para entretener a los demás.
El 7 es, paradójicamente, el eneatipo que más huye del sufrimiento… y sin embargo, Lucía fue quien más padeció. Los tres fueron ridiculizados, pero mientras Jacinta y Francisco contaban con la protección de su padre en casa y en la calle, Lucía era maltratada en su propio hogar, tachada de embustera y loca. Su madre permitía incluso que le pegaran si con eso “decía la verdad”.
En cuanto a los sacrificios voluntarios, no era tan entusiasta como sus primos. Lucía no era tan sufriente como Jacinta ni tan adoradora como Francisco. Vivía en la relación con los demás, en la alegría, en la creatividad… por eso era tan buena con los niños.
La vidente silenciosa
Lucía, aunque fue la líder del grupo y la principal vidente, no representa inmediatamente un aspecto específico del mensaje de Fátima, como Jacinta (penitencia) o Francisco (adoración). La razón puede estar en que sus primos, sabiendo que iban a morir pronto, vivían ya orientados hacia el Cielo. Anhelaban a Nuestra Señora, que les había prometido llevarlos pronto.
Lucía, en cambio, tenía muchos años por delante. Vivió el mensaje de Fátima como un todo y lo encarnó a lo largo de una larga vida escondida, en el silencio y en la clausura.
Una vida larga en años, breve en acontecimientos
La vida de Francisco y Jacinta fue corta; la de Lucía, larga y solitaria. Separada de sus amigos y abandonada incluso por los suyos, se consolaba repitiendo las palabras de la Virgen:
"¡No tengas miedo! Yo estaré contigo... ¡Siempre! Mi Inmaculado Corazón será tu refugio y el camino que te conducirá a Dios."
Tras la muerte de Jacinta, el 17 de junio de 1921, Lucía fue alejada de Fátima y enviada a un lugar desconocido para el pueblo: el colegio de las Hermanas Doroteas en Oporto. Fue una decisión tomada con su consentimiento y el de su madre, para observarla sin influencias externas y, al mismo tiempo, frenar el fervor popular hacia la única vidente viva.
Tocada por las apariciones, su vida fue larga en años, pero breve en eventos. Del colegio pasó al postulantado de las Doroteas en Pontevedra y después al noviciado en Tuy, que finalizó el 3 de octubre de 1928. Permaneció en España hasta 1946, año en que regresó a Portugal para visitar Fátima y a su familia.
Con la autorización del Papa Pío XII, abandonó la congregación de las Doroteas para cumplir su deseo más profundo: ser carmelita. Ingresó en el Carmelo de Santa Teresa en Coimbra el 25 de marzo de 1948, donde vivió en oración y penitencia hasta su muerte, ocurrida el 13 de febrero de 2005, a los 98 años de edad.
Lucía, la mensajera
Si Francisco fue el contemplativo, el alma orante; si Jacinta, como eneatipo 4, encarnó el drama de la humanidad perdida, ofreciendo su dolor por la conversión de los pecadores… ¿Quién fue Lucía en el mensaje de Fátima?
Lucía fue la comunicadora, la interlocutora directa de la Virgen. Solo ella hablaba con María, preguntaba, respondía, dialogaba. Fue la portavoz del Cielo, la evangelista que años más tarde plasmaría por escrito las palabras y los gestos de Nuestra Señora, así como el modo en que sus primos vivieron la Mensaje. Para la posteridad, ella es la testigo, la depositaria y la custodia viva de Fátima.
Por obediencia al obispo de Leiria, escribió el Secreto de Fátima, que entregó en sobre cerrado al Papa, junto con sus Memorias, donde narra con detalle las apariciones, y también la vida, palabras y obras de sus primos y de ella misma.
Como vidente, fue hasta su muerte la intérprete auténtica del mensaje de Fátima. Así se vio en las múltiples consagraciones del mundo al Inmaculado Corazón de María que los papas —desde Pío XII hasta Juan Pablo II— realizaron, algunas veces sin mencionar a Rusia, otras sin la unión explícita de todos los obispos del mundo.
Lucía, si lo consideraba necesario, no dudaba en afirmar: “Esto no es como Nuestra Señora ha pedido.” Por fin, la consagración realizada por Juan Pablo II el 25 de marzo de 1984, ante la imagen de Fátima y el icono de Kazán en Roma, fue aceptada por Lucía, que declaró: “La consagración fue hecha y fue aceptada.”
Conclusión - Siendo la única vidente con una relación plenamente interactiva con Nuestra Señora, Lucía fue la portavoz del Cielo, la mensajera, la evangelista que plasmó por escrito las palabras y la vida de la Virgen y de sus primos, encarnando el mensaje de Fátima como testigo fiel, custodia silenciosa y voz perenne para la humanidad.
P. Jorge Amaro, IMC

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